A mi hijo Lucas Iré, celebrando nueve meses
de lactancia contra todos los pronósticos
Siempre
supe que el post parto iba a ser un proceso duro porque los días después de un alumbramiento
son muy sensibles. La pérdida de sueño, las constantes visitas y la abrumadora
tarea de adaptarse a la vida con un recién nacido puede llevar a muchos al
borde de la locura. No hay tarea
más dura que cuidar y formar a otro ser humano.
No
habían transcurrido ni dos días desde el nacimiento de mi hijo cuando me di
cuenta de que algo no marchaba bien. Lucas, que nació en casa y pesó ocho
libras, como la mayoría de los recién nacidos se pegaba a mi pecho para
alimentarse continuamente. La diferencia estaba en que cada vez que lo hacía,
el proceso duraba horas sin ningún descanso. Las tomadas eran eternas. Cuando intentaba separarlo, lloraba sin
consuelo. Cuando él no lloraba, la
que lo hacía era yo, pues no sabía que le sucedía ni cómo remediarlo. Pasé días enteros con él pegado a mi
pecho desde la mañana hasta que la noche caía y el cansancio nos rendía a los
dos.
El día
después de su nacimiento, la pediatra realizó un chequeo rutinario y observó
que mi niño tenía un frenillo en la parte baja de su encía. Nos advirtió que la presencia del mismo
podría dificultar la lactancia. Nos señaló que el no removerlo haría que el
proceso fuese uno sumamente doloroso para mí. Durante la consulta, me pidió que
me subiera la camisa para verificar mi pezones y se dio cuenta de que ya
estaban lacerados y ensangrentados.
Allí, corrigió el agarre de Lucas mientras lo lactaba.
Salí de
su oficina debidamente advertida, todavía un tanto adolorida del parto y con
Lucas en brazos. Cargaba dos
cremas para ayudarme con el dolor, unos “pads” que debía aplicarme en el pecho
continuamente y las recetas de todos los productos naturales que debía consumir
para ayudar con mi producción de leche. Ese fue el inicio de un largo
camino.
Pasaron
dos días y la situación no mejoró. Durante esos primeros días, la casa se llenó
de gente. En cada una de la visitas, lamentablemente, mi mente no estaba
presente. Sabía que algo malo pasaba pues la mayor parte del día Lucas lloraba continuamente.
Mi compañero trataba de sostenerlo para que yo pudiera descansar, pero su
llanto no cesaba haciendo que nuestra ansiedad incrementara. Una mañana, me conecté a la máquina
para extraer leche y confirmé uno de mis mayores temores: mis pechos no
producían suficiente leche. Pasé
veinte minutos conectada a la máquina y las botellas estaban casi vacías con
sólo media onza.
Mi
compañero y yo corrimos a la pediatra abrumados por la situación. Recuerdo que
en la sala de espera miraba fijamente a mi hijo temiendo lo peor. Me sentí responsable, culpable,
avergonzada y triste. Hace 13 años decidí reducirme los senos para evitar los
dolores fuertes de espalda. El cirujano me había asegurado en más de una
ocasión que los ductos no se comprometerían y que no iba a tener dificultad a
la hora de lactar.
Ya en
la oficina de la doctora, confirmamos lo que temíamos. Lucas estaba
rebajando. Xavier se encargó de
escuchar las instrucciones sobre la suplementación. Yo, por otro lado,
permanecía cabizbaja y triste sintiéndome impotente. La palabra fórmula me sabía a veneno. No iba de acuerdo con
la imagen que tenía de la maternidad. Por años estuve retratando a mujeres
recibir a sus hijos en la casa. Observé que los lactaban sin ninguna
complicación y no entendía porque yo no podía hacer lo mismo.
Veneno.
Comida ligera y procesada era lo que le íbamos a dar a mi hijo. La pediatra me
dejó saber que sería por un tiempo y
los tres hicimos un plan de alimentación para Lucas que debía seguirse
al pie de la letra. Consistía en lactancia a demanda, dos onzas de leche
artificial cada cuatro horas y estímulo en la máquina de extracción cuatro
veces al día. Además, me recetó Reglan cada seis horas para ayudarme a producir
leche. Temí por la salud de mi hijo, por su bienestar, porque no creciera sano
y fuerte como los niños que había retratado. Por años había visto los beneficios de dar la teta, ¿cómo
era posible que le negara esto a Lucas?
Ese día, sentí que le había fallado.
Por las
próximas semanas nuestra casa se convirtió en un laboratorio científico en el que
sólo se respiraba leche, tetas, máquinas, onzas y libras. Mi tía envió una máquina industrial
especializada para sacarme más leche junto a pastillas naturales que aseguró
que ayudarían. Mi mamá, que es
excelente en tiempos de crisis, se encargó de comprar botellas, humificador y
balanza para monitorear el peso de su nieto porque yo estaba muy triste para
poder hacerlo. Mi amiga Maricarmen
vino un día a ofrecer su apoyo. Nos confundimos en un abrazo largo y sincero en
el que dejé caer lágrimas de frustración.
Recibí
llamadas de todos lados; de todo tipo de personas. Fueron conversaciones largas.
Todos tenían una teoría e
instrucciones de lo que debía hacer para mejorar la producción. Yo, que siempre he padecido de una
disciplina casi enfermiza con las metas que me impongo, hice todas y cada una
de las sugerencias que me recomendaron. Bebí Reglan, comí avena, bebí horchata,
fui a consultas de lactancia en dos centros diferentes, consumí productos
naturales y me estimulé en la máquina varias veces al día. El primer mes de mi niño, se convirtió
en eso y poco a poco fui olvidando lo maravilloso que fue su alumbramiento, lo
mucho que lloré de la alegría al recibirlo en mis brazos y darle la bienvenida
en casa.
Siguiendo
recomendaciones accedimos a remover el frenillo de Lucas luego de orientarnos
con una especialista en Ciencias Médicas. El proceso fue uno duro para los tres
pero necesario pues mejoró el agarre entre ambos. La presencia de este
cartílago hacía que Lucas pasara más trabajo al succionar y me laceraba los
pechos. Durante el procedimiento
Lucas lloraba mientras yo lo sujetaba prometiéndole que recordaría el nombre de
todos los internos y la doctora para vengarme por si algo le pasaba. Mi mamá nos espero a los tres en la
sala y cuando me vio guardó silencio, otra muestra de su gran temple ante los
momentos críticos. Mi cara le bastó para saber lo difícil que fue para nosotros
hacerle esa intervención a nuestro bebito de sólo un mes.
Las
semanas transcurrieron y Lucas comenzó a subir de peso. Noté un cambio
inmediato en su comportamiento y el llanto poco a poco cesó. Estaba más alerta,
más activo y más apegado. Sin
embargo, yo no estaba bien. Una tristeza constante y profunda me invadió. No
poder lactar exclusivamente a Lucas se convirtió en una pérdida enorme. Sentí coraje con todas las mujeres que
dicen que la lactancia es una etapa hermosa y sin complicaciones. Me sentí excluida de un proceso que
debió llegar con naturalidad. Me
encontré en un espacio intranquilo justo en el medio de los grupos fanáticos de
lactancia y las madres que escogen usar fórmula.
A
veces, si estaba fuera de mi casa haciendo gestiones, me escondía para darle
las onzas de leche artificial que le tocaban a mi bebé. Lo hacía porque me
sentía culpable. Lo hacía porque temía que me juzgara la gente. Seguí las
instrucciones de la doctora al pie de la letra pero con el paso de los días mi
producción no mejoró mucho. No
sacaba ni una onza de leche. Pensaba que si me aplicaba y esforzaba cada día
más, mi cuerpo reaccionaría proveyéndole a mi hijo, la cantidad de alimento que
necesitaba. Los días pasaban y cada vez Lucas consumía más leche y yo producía
muy poco. Me perdí en esa tristeza.
El día
que Lucas cumplió un mes y medio, le dije a mi compañero que no podía más. Le
confesé que no estaba disfrutando a Lucas, que el horario me iba a matar y que
no veía mejoría alguna. Dejé de tomar la Reglan porque descubrí que uno de sus
efectos era que deprimía. Conocí a
Marianela, una mujer maravillosa que me ayudó a encontrar herramientas para
pasar por el luto de la lactancia exclusiva. Con su ayuda, comencé a buscar mi
propio espacio como madre.
Organicé mis prioridades y hablé con mujeres que habían pasado por los
mismo. Eso es lo terrible de todo esto. Son muchas las madres que tienen un
sinnúmero de problemas con la producción de leche, pero por alguna razón sus
historias de esfuerzo para lactar se desconocen. Ellas, como yo, suplementan con leche artificial lo que sus
cuerpos no pueden proveerle a sus niños. ¿Son menos madres por eso? ¿Por qué no
se valida su esfuerzo y se les apoya como se le apoya a las madres que lactan
exclusivamente?
Fue
entonces que comencé mi propio régimen. El tiempo de calidad con mi hijo fue mi
mayor motivación. Después de todo, el tiempo en casa con él era sagrado, iba a
pasar volando y no me lo iba a devolver nadie. Preparé unas instrucciones para
mi misma que garantizaban la salud y el bienestar de mi bebé, pero sobre todo,
la mía. Tenía que sobrevivir el
primer reto que me brindaba la maternidad.
La
primera fue que en casa junto a la salud de mi hijo, la lactancia iba a ser una
prioridad. Nada ni nadie iba a interferir con eso. La segunda, que la fórmula,
en nuestro caso, fue una prescripción médica. Por lo tanto no era un simple capricho o vagancia de nuestra
parte. La tercera, entender que la
maternidad abarca un universo de maneras de hacer las cosas y que dentro de ese
espacio infinito, cada madre decide cómo alimentar a su hijo.
En
nuestro hogar, la alimentación consiste en la ardua tarea de darle el pecho a Lucas
cada vez que se levanta o lo pide. Oferta y demanda. Después se le da un
biberón con leche artificial con las onzas asignadas por la pediatra. A veces es más otras veces menos pues
los cambios me han ayudado a producir mucha más leche. Cuando he tenido en la
nevera leche materna extraída también se la doy. Es doble tarea, pero lo hago porque entiendo que mi esfuerzo
rendirá frutos. Con esa determinación
y la ayuda de mi compañero, he podido reunir más de 60 onzas de mi leche en el
congelador que forman parte de mi banco para cuando comience a trabajar. Lo
hago porque mi hijo no se merece menos.
El post
parto es una etapa muy difícil. Ojalá se hablara más de lo asfixiante y duro
que puede llegar a ser. Mientras
escribo esto pienso en otras mujeres que también comparten este problema. Mi peque duerme a mi lado y es un niño
feliz que sigue aumentando de peso y creciendo mucho. Lo crío con apego, no
sólo porque lo lacto sino porque dar la teta es mucho más que producir leche.
La teta lo consuela del llanto y lo duerme de noche.
Con la
ayuda de Lucas he descubierto que no existe una sola manera de hacer las cosas.
Me ha enseñado a soltar mis planes y a tratar de no predisponerme. Me ha hecho
darme cuenta de que no existe una receta perfecta para criar porque cada cual
lo hace con las herramientas que posee.
Me ha enseñado a no juzgar a las madres, a ser más solidaria. Me ha
enseñado a que nuestra lactancia, con todas sus limitaciones, ha sido perfecta.
Me ha enseñado a fluir. Ahora, el único son que bailo es el que me pone me
hijo. Y creo, que soy mejor madre por eso.
Espero
que cuando Lucas sea mayor sepa lo mucho que traté para darle el mejor alimento
posible y que sepa que nunca me rendiré cuando de sus necesidades se trate. Ese
es mi trabajo y me hace inmensamente feliz cumplirlo.